Recuerdos de mi infancia y juventud en Torrellano
Hay lugares que te marcan para siempre, aunque pasen los años. En mi caso, debo dar gracias a los astros por haberme traído a este mundo en Sempere, Torrellano Bajo, en el seno de una familia humilde. En casa nunca nos sobró nada, pero tampoco nos faltó lo esencial, y eso, con el tiempo, uno aprende a valorarlo más que cualquier lujo.
Crecí rodeado de gente sencilla, de vecinos que se
ayudaban entre sí y de amigos que, aún hoy, siguen siendo parte importante de
mi vida. Mi infancia transcurrió allá por 1955, una época nada fácil para
quienes pertenecíamos a la clase media baja en España. Habíamos salido de una
Guerra Civil que dejó cicatrices profundas, y vivíamos bajo la sombra de un
dictador, Francisco Franco Bahamonde, que marcaba el ritmo del país.
Europa acababa de cerrar otra herida aún mayor, la
Segunda Guerra Mundial, que terminó en 1945, y aunque Franco no quiso
involucrarse en aquel conflicto —quizá lo único sensato que hizo—, Alicante
estaba entre los perdedores de la guerra española, y eso se notaba en cada
rincón.
A pesar de todo, me gusta la época que me ha tocado vivir. Me ha permitido ser testigo de grandes cambios. He conocido a dos reyes –Juan Carlos I y Felipe VI, y he visto incluso la abdicación de un monarca.
También he visto pasar ocho Papas: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco I y, de forma más anecdótica, León XIV. Fui testigo de un hecho histórico: la abdicación de Benedicto XVI y la llegada del primer Papa no europeo, Francisco I, argentino de nacimiento, e incluso de un Papa estadounidense, León XIV.
En Torrellano, la historia también se escribía con nombres propios. Vi desfilar diez pedáneos en Torrellano Bajo –Ramón Esclapéz, Pedro Agulló, Batiste Marco, Francisco Nicolás, Antonio Moragues, Juan Moragues, Candelaria González, Kheira Balarouci, Juan Fran Moragues (hijo) y Eleuterio Belmonte Perea– y trece alcaldes en Torrellano Alto, entre ellos José Pérez, Antonio Gracia, Ginés Sempere, Francisco Pomares, Felipe Espliego, Francisco Ávila, Leonor Antón, Asunción Ruiz, José Esclapéz (quien falleció en el cargo),Joaquín Rodríguez Navarro, Juan Antonio Pomares (que dimitió), José Manuel Lillo y Toni Esclapéz Segarra.
Y, por supuesto, fui testigo de los cambios en Elche,
donde pasaron doce alcaldes: Porfirio Pascual, José Ferrández, Francisco Picó,
Luis Chorro, Vicente Quiles, Ramón Pastor, Manuel Rodríguez, Diego Maciá,
Alejandro Soler, Mercedes Alonso, Carlos González y Pablo Rus. Todo ello
mientras España transitaba, poco a poco, de una dictadura a lo que llamamos
democracia.
No menos agitada ha sido la política nacional: nueve presidentes de gobierno han pasado por mi memoria –Carrero Blanco, Arias Navarro, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez– y hasta vivimos un golpe de Estado, aquel famoso 23 de febrero de 1981 que paralizó al país entero.
Todo esto lo he visto con mis propios ojos, desde mi pequeño rincón en Torrellano. Y aunque han sido tiempos duros, también han estado llenos de vida, de cambios, de aprendizajes y de una certeza: la historia no solo se escribe en los libros, también en las calles de nuestros pueblos, en las personas que conocimos y en los recuerdos que seguimos atesorando.
Cuando el campo lo daba casi todo
Estos son mis recuerdos. No pretendo escribir un
tratado ni profundizar demasiado; solo quiero que, a través de las imágenes y
las palabras, a quienes tienen mi edad les refresque la memoria, y a los más
jóvenes, que nunca vivieron aquella época, mostrarles cómo era la vida cuando
todo era más escaso, pero también más sencillo.
En mi más tierna infancia, no había muchas cosas. Todo era limitado, casi medido al milímetro, pero alcanzaba para vivir. Hablo del ámbito rural donde crecí, en Torrellano Bajo, lejos del bullicio de las grandes ciudades. Allí, la modernidad tardaba en llegar, y cuando lo hacía, era solo para quienes tenían dinero. Para nosotros, la vida giraba en torno a lo esencial.
La tienda de Fina y la furgoneta de Paquito
Lo primero que me viene a la mente es la tienda de
Fina, en Sempere. Era un lugar pequeño, con estanterías de madera y un olor
particular, mezcla de especias, conservas y jabón. Su hijo, Paquito, se
encargaba de llevar los encargos: primero con un carro, tirado por un animal, y
más tarde, ya con un aire de modernidad, a bordo de su flamante furgoneta.
Aun así, en una casa de agricultores se compraba poco. Se vivía de lo que daba la tierra: el aceite, que se guardaba en grandes tinajas para todo el año; las patatas recién sacadas del bancal; el vino, almacenado en barriles (aunque no siempre había suficiente y entonces sí, había que comprarlo); verduras, hortalizas, harina molida en molinos cercanos; aves de corral, conejos, corderos y la imprescindible leche de cabra.
Pero, claro, esta tierra no produce arroz, garbanzos ni lentejas, y esas cosas había que comprarlas en la tienda más cercana o, si no, hacer el viaje al poble, como llamábamos a Elche, o incluso a la capital, Alicante.
Cuando el pan venía en tartana y el pescado en biciclet
El pan se hacía en casa, amasado con paciencia y horneado en los hornos de leña. Sin embargo, también pasaban vendedores ambulantes, casi siempre a la misma hora. Recuerdo la tartana tirada por una “somera” –una burra noble y paciente– cargada con pan, vino y ultramarinos. Y en verano aparecía el “chambilero”, ofreciendo sus dulces frescos.
Desde Santa Pola llegaba el pescado. Y no crean que venía en un camión refrigerado; no, llegaba a bordo de una bicicleta, en un cajón con hielo donde brillaban sardinas y boquerones. Aquello era un acontecimiento: el mar llegaba al campo.
Los colmados del agro
En los colmados del campo torrellanense no había grandes lujos, pero sí lo justo para darnos un capricho de vez en cuando: salchichón, chorizo, jamón serrano, y ese jamón york que venía en lata y se llamaba Noel, todo un símbolo de modernidad. También estaba el queso de bola para los días especiales, y el queso manchego para el gusto de siempre.
Las latas de conserva eran otro pequeño tesoro: atún, anchoas, sardinas, mejillones, berberechos, navajas… cosas que venían de lejos y que parecían casi un lujo exótico. Y no faltaban los embutidos, el tocino para dar sabor a los guisos, ni los chocolates Marcos Tonda, con su marca más conocida, La Virgen, que era un auténtico manjar para los niños.
Todo era sencillo. Todo estaba limitado. Pero había un
encanto en aquella escasez. La vida estaba marcada por el ciclo del campo, y
cada cosa tenía su momento.
Para quienes
no lo vivieron…
Quizá para los más jóvenes esto suene a otro mundo. Y lo era. No teníamos lo que hoy parece imprescindible, pero tampoco nos faltaba lo esencial. Y, aunque ahora hay más variedad y más facilidades, hay quien sigue echando de menos ese tiempo en que las cosas eran más simples y las personas, quizá, un poco más cercanas.
Aquellos sabores y remedios de otro tiempo
Recordar es casi como abrir una vieja alacena: cada frasco, cada envase, cada olor te lleva a un instante que parecía dormido en la memoria. Y yo, que crecí en un rincón humilde del campo, no puedo evitar evocar aquellos productos que llenaban las tiendas, las tabernas y las casas, algunos de ellos tan antiguos que parecían haber estado siempre ahí.
El aceite, el brandy y las etiquetas que cambiaro
En los estantes de las tiendas rurales, uno de los
productos más nobles era el aceite. Los primeros envasadores que lograron darle
nombre y presentación fueron Aceites Ibarra, allá por 1842, un auténtico
pionero.
Y qué decir de los licores… En las botellas de antes, hasta los coñacs llevaban con orgullo su nombre, hasta que en 1957, con la creación de la Comunidad Económica Europea, Francia reclamó la denominación de origen para los productos elaborados en la región de Cognac. Fue entonces cuando aquella palabra tan familiar desapareció de las etiquetas españolas, sustituyéndose por brandy.
Sin embargo, los nombres permanecen en la memoria:
Fundador (1874), elegante y siempre presente en las
sobremesas.
501 (1783), con su historia centenaria.
Soberano (1835), un clásico de etiqueta sobria.
Veterano (1772), el de la silueta imponente del toro
de Osborne, que desde 1956 empezó a recortarse en las carreteras.
Terry Centenario (1900), símbolo de distinción para
ocasiones especiales.
Aquellos brandis se servían despacio, con respeto,
como si también contaran historias.
Farmacia y ultramarinos en el mismo estante
En aquella época, no había una farmacia a la vuelta de
la esquina. Las más cercanas estaban en Elche o Alicante, de modo que en las
tiendas de ultramarinos convivían alimentos y remedios. Era común encontrar
sosa cáustica, perborato sódico (1947) y el omnipresente Licor del Polo (1876)
para la higiene bucal.
También llegaba, ya algo más moderno, Colgate (1956), aunque muchos seguían confiando en remedios más caseros. Para el dolor de cabeza, ahí estaba la Aspirina Bayer (1899) o el Calmante Vitaminado (1954), que se tomaba casi con la misma fe que un vaso de leche caliente.
¿Resfriados? Vicks Vaporub (1910). ¿Dolores de
estómago? Okal (1932). Y para los nervios, las pastillas anti-estrés Sabelín
(1940). Tampoco faltaban las Pastillas Juanola (1913) para la garganta, el agua
oxigenada Foret (1901) para las heridas, ni el analgésico Forestina (1919) que
llevaba el mismo principio activo que la aspirina.
Todo eso compartía espacio con el arroz, las lentejas y las conservas. Una estampa curiosa, pero que en el campo era lo más natural.
La Bodega de
Torrellano
Recuerdos con sabor a vino
Hay personajes que, sin buscarlo, se
convierten en parte del alma de un pueblo. En Torrellano, durante años, ese
papel lo tuvo José Valera Amer, a quien todo el mundo conocía como "el
Vinater". Su bodega era más que un simple establecimiento donde se vendían
vinos, cervezas y licores: era un punto de encuentro, una especie de lugar
donde siempre pasaba algo.
Cuando alguien se casaba, como me pasó a mí, el mueble bar del nuevo hogar se
llenaba con botellas compradas allí. No había otra opción, ni hacía falta
buscarla: José siempre tenía “de todo”, desde un humilde vino de mesa hasta
aquel licor especial que uno guardaba para visitas distinguidas.
Pero el Vinater no era solo un comerciante. Era un hombre profundamente
implicado en la vida social de la pedanía. Cuando llegaba el verano, era fácil
reconocerlo por su peculiar costumbre: siempre llevaba una ramita de albahaca
en la oreja. Ese simple gesto lo convertía en un personaje entrañable, como si
llevara un pequeño pedazo de las fiestas pegado a su cuerpo.
Era un habitual en todos los actos festivos. Podía aparecer disfrazado de Rey
Mago en Navidad, o dirigiendo con entusiasmo al equipo local en los partidos
improvisados que enfrentaban a “los de arriba” contra “los de abajo”, dos
bandos que solo existían para alimentar la rivalidad sana de esos encuentros.
Y, por supuesto, cuando se acercaban las fiestas patronales, José era el
encargado de suministrar las bebidas para las barracas y el recinto popular. Si
faltaba algo, todos sabían a quién acudir.
Pero había más. El Vinater también hacía
portes a domicilio “por encargo”. Y no hablamos solo de cajas de vino o
botellas de anís… Hubo un día en que lo llamaron para devolver nada menos que
el motor “sustraído” de una moto Torrot. Y, claro, él lo hizo con la misma
discreción y naturalidad con la que llevaba cualquier pedido. Así era José:
servicial, confiable, siempre dispuesto a echar una mano.
El misterioso motor de la Torrot
En un pueblo como Torrellano, siempre
había historias que se contaban a media voz, esas anécdotas que empezaban con
un “¿te has enterado de lo que ha pasado?” y terminaban con una carcajada o un
gesto de complicidad. Una de las más recordadas, y que aún despierta sonrisas,
es la del motor “sustraído” de una moto Torrot.
Todo empezó una mañana cualquiera. José
Valera Amer, nuestro querido Vinater, estaba en su bodega colocando unas cajas
de cerveza. De repente, entró un cliente con cara de pocos amigos. Tras un
saludo rápido, se acercó al mostrador y, casi en secreto, le dijo:
—José… necesito un favor.
El Vinater, acostumbrado a todo tipo de
encargos, levantó la ceja con curiosidad.
—Dime, hombre, ¿qué pasa?
—Pues… mira… resulta que me he enterado
de que cierto motor de una Torrot que no es mío ha terminado en mi casa. Y
ahora me urge… devolverlo.
La situación, que en cualquier otro lugar sería un problema, en Torrellano se
resolvía de forma mucho más sencilla. La lógica del pueblo era otra: había que
arreglar las cosas, y mejor si era sin hacer ruido. Así que, sin preguntar
demasiado —porque a veces es mejor no saber—, José asintió y se ofreció a
llevar el motor de vuelta.
Lo cargó en su vieja furgoneta, junto a
un par de cajas de vino que tenía que repartir, y salió como si nada. Nadie
supo exactamente cómo lo hizo, pero lo cierto es que aquel motor apareció
discretamente donde debía estar, como si nunca hubiera salido de allí. Y el
asunto se cerró sin más.
Aquel episodio, que para otros habría sido un lío, se convirtió en una muestra
más de lo que era el Vinater: un hombre de confianza, de esos que arreglaban
las cosas sin complicarlas, un mediador improvisado que mantenía la paz social
del pueblo sin darse importancia.
Con el tiempo, la historia del motor de la Torrot se convirtió en un clásico que se contaba en las sobremesas. Se relataba con risas, imitando el gesto serio de José, su manera pausada de hablar y esa tranquilidad suya que parecía decir “aquí no ha pasado nada”.
Tabernas con vermut y seltz
Los bares de Torrellano tenían su propio encanto. Blayo, el dueño del Bar Continental, era conocido por su máquina de hacer agua de seltz. Se servía el vermut con Amer Picón y un chorro de aquella agua burbujeante, acompañado de dos aceitunas rellenas.
En las mesas, botellines de cerveza que se maridaban
con cacahuetes, altramuces y tapas sencillas pero sabrosas: en el Continental
destacaba el hígado frito con ajos, mientras que en el Central las habas
hervidas eran la especialidad.
Entre las cervezas, había nombres que ahora son
historia:
El Neblí y El Águila y El Azor (1903)
El León (1913)
Skol (1964)
Las gaseosas y refrescos también tenían su momento:
Orange Crush (1920), Mirinda (1940), Coca Cola (1925) –aunque llegó con cierto
retraso a los pueblos– y su rival español, el Kola Cortals (1950), que muchos
decían que existía antes que la propia Coca Cola. También estaba Fanta (1961),
Kas (1956), Sweeps (1965), la tradicional La Casera (1950), los espumosos
Serrat (1965) que se embotellaban en el mismo Torrellano, y el agua de Solares
(1946) para refrescar los veranos.
Y no faltaban las quinas medicinales, como la Quina Santa Catalina (1880) y la Quina San Clemente (1940), que los mayores tomaban como reconstituyentes.
Golosinas que endulzaban la infancia
Ah, las golosinas… tan antiguas como la propia humanidad. Desde los tiempos de Noé, cuando mezclaban pulpa de frutas con cereales y miel, hasta los egipcios, que las llevaban en sus largos viajes por el desierto.
El azúcar, descubierto en la India, dio origen a los caramelos. Su nombre viene de la Canna Melis –la caña de miel–, que en latín inspiró el término que usamos hoy.
En 1850, en Estados Unidos, comenzó la producción industrial del caramelo; en España no llegó hasta 1930, y la verdadera revolución no se vivió hasta los años 60, cuando apareció el chicle.
En Elche, la fábrica DAMEL –cuyo nombre venía de la
Dama de Elche– empezó su andadura a finales de los 50. Allí nacieron verdaderos
iconos: el chicle CHEIW, los caramelos balsámicos Pectol, el regaliz Dulcigel,
Snipe y los inolvidables Palotes.
Pero no estaban solos. Entre las chucherías de
aquellos años brillaban:
Chicle
Dunkin (1930)
Chicle
Bazooka (1950)
Chicle Adams
(1860, EEUU)
Caramelos Solano (1850)
Dos Cafeteras (1912)
Pez (1927)
Sugus (1961)
Conguitos (1970)
Y, cómo no, los Chupa Chups (1958), cuyo logo diseñó
nada menos que Salvador Dalí en 1964.
Cada uno de estos dulces era más que un capricho: era un pedacito de ilusión que iluminaba los ojos de los niños.
Un paseo por las cosas sencillas
Había cosas que parecían pequeñas, pero para un niño eran un acontecimiento. El sidral, por ejemplo –que ahora llaman pica pica–, venía enrollado en tiras de papel, como si fueran fajos de monedas de cinco pesetas, de esos que usaban los bancos. No era como hoy, que lo ves en cañitas de plástico, mini botes o sobres brillantes. Entonces, bastaba con romper el papel y dejar que el polvito ácido y dulce te explotara en la lengua.
Yo tenía unos siete años cuando me encontré, como quien encuentra un tesoro, una moneda de veinticinco pesetas. En lugar de guardarla, la invertí en hacer felices a todos mis amigos del colegio. Fui a la tienda de Fina, y ella, con aquella sonrisa que tenía para los críos, empezó a sacar rollo tras rollo. Me faltaban manos para cargar con todos los cartuchos que me dio. Aquella tarde, fuimos los reyes del patio.
En casa, hacer la colada era otro "cantar". Se lavaba en la pila
de piedra, a mano, restregando con jabón y aclarando con cubos de agua fría.
Era un trabajo duro, de esos que dejaban las manos resecas.
Las primeras lavadoras se inventaron en 1886, aunque el artilugio más rudimentario llegó a España hacia 1891. En Elche, dicen que empezaron a verse en 1889, pero claro, no todo el mundo podía permitírselo. Las eléctricas, más modernas, se popularizaron en los años 30, pero a mi casa no llegó una hasta mediados de 1960. Hasta entonces, la ropa se aclaraba a fuerza de brazos y paciencia.
Eso sí, con la higiene la mortalidad empezó a bajar, y no era para menos.
En 1850, Nicolás Leblanc logró producir químicamente el carbonato sódico y el
carbonato de potasio (la potasa), y con eso comenzó una nueva forma de fabricar
jabones. Ya en 1830 se había inventado el primer detergente y la lejía en
polvo, que servía para blanquear telas… e incluso papel.
En España, el monopolio real de los jabones se liberalizó en 1789, y desde
entonces las marcas empezaron a aparecer en los hogares.
Aquellos jabones que perfumaban el patio
En mi casa se conocían bien algunos nombres:
El Jabón Lagarto (1915), inseparable, con su olor fuerte y eficaz.
El Persil, que para muchos fue casi un lujo.
El Palmolive (1955), con su perfume más delicado.
El OMO (1954), que trajo aire de modernidad.
Y el Ajax (1960), que llegó como si fuera lo último en limpieza.
Pero el que más recuerdo es el TUTÚ (1954). Yo estaba deseando que terminara cada paquete, porque dentro traía un muñeco de plástico, un indio o un vaquero, y aquello para un niño era casi tan valioso como el propio detergente para la madre.
El chambilero y los veranos interminables
Cuando llegaba el verano, aparecía el chambilero. Su carrito era como una campanilla que anunciaba alegría. Vendía granizados de café y limón, polos de sabores, y el famoso Chambi, que no era otra cosa que un corte de helado entre dos galletas. El nombre venía de una deformación de sandwich, pero para nosotros era simplemente la gloria helada que calmaba el calor.
El café… o lo que se le parecía
En las tiendas de coloniales también había café, pero no todos podían
permitírselo. Así que se recurría a sustitutos que engañaban al paladar:
La Malta, que venía de maltear granos de cebada.
La Achicoria (1940), extraída de la raíz de la planta del mismo nombre, con
un sabor amargo que se parecía al del café.
Con el tiempo llegaron productos más modernos:
Nescafé (1945), en sus botes brillantes.
Cola Cao (1946), que endulzaba las meriendas.
Danone (1941), que nos traía yogures cremosos.
La Harina Lacteada (1905) y el Pelargón (1944), que muchos niños tomaban como refuerzo alimenticio, casi obligados por las madres.
La escuela y los caminos de la infancia
La escolarización era obligatoria, sí, pero la realidad era otra. No se entraba al colegio hasta los cinco años cumplidos, o como mucho si los cumplías durante el curso. Y lo más habitual era que, al llegar a los diez, si no había dinero para seguir estudiando, te pusieran a trabajar.
Aun así, aquellos primeros años en la escuela eran un descubrimiento.
Lápices cortos, cuadernos de tapas duras y la maestra con su bata, enseñándonos
a sumar mientras soñábamos con salir al recreo y compartir sidral.
La vida sencilla que aún huele a jabón y sabe a sidral
Así era la vida: sencilla, limitada, pero llena de detalles que hoy parecen
minúsculos y, sin embargo, marcaban la diferencia entre un día cualquiera y un
día feliz. Un sidral compartido, una figurita escondida en el detergente, el
sonido del chambilero acercándose por el camino, el olor a ropa recién
enjabonada en la pila de piedra…
Era una época de menos, pero también de más. Menos cosas, menos prisas… y más valor para lo que realmente importaba.
El aula de los primeros trazo
Los primeros libros que uno veía, y que costaba sostener con las manos torpes de niño, eran las cartillas de Rayas. Con ellas empezabas a reconocer las letras, esas rayitas que primero parecían garabatos y que, poco a poco, se convertían en palabras. Luego llegaban los cuadernos Rubio, cada uno con su especialidad: sumas y restas, multiplicaciones y divisiones, o aquellos de escritura y caligrafía, que tanto odiábamos cuando la maestra insistía en que las letras debían salir redonditas y derechas
Después, cuando uno ya sabía juntar letras, llegaba el turno de los libros
de Álvarez, en sus 1º, 2º y 3º grados, y, por supuesto, el catecismo, que se
sabía de memoria aunque muchas veces no se entendiera.
Si eras de los afortunados que podían seguir estudiando, ya en el bachiller
aparecían otros mundos: literatura, geografía e historia, matemáticas, física y
química, ciencias naturales, latín, griego, dibujo, francés o inglés… Y no
faltaban dos asignaturas que recordaban la época: formación del espíritu
nacional y religión.
Parecía mucho estudio, pero más de uno pensaba que para qué tanto, si ya había máquinas que hacían las cuentas por ti, como la famosa sumadora Barrough (1960), que era toda una novedad en las oficinas.
Los primeros vicios
Fue en el Instituto de la Asunción donde muchos, como yo, aprendimos a
fumar. No es algo de lo que me enorgullezca, pero era lo que tocaba entonces.
Fumábamos de todo: lo que podíamos comprar con las pocas monedas que juntábamos
y lo que sisábamos de la petaca de mi padre, que también era fumador
empedernido.
Mi padre liaba su tabaco, un “Caldo de Gallina” que tenía un olor fuerte, y a veces usaba pipa. Cuando no, se conformaba con sus Ideales o los Celtas Cortos, duros como piedras.
Los domingos, cuando íbamos al cine Rex de Torrellano, juntábamos entre dos
o tres para comprar un paquete de cigarrillos, que cambiábamos cada semana:
negros, rubios, españoles, canarios, franceses, ingleses, americanos… Hasta
llegamos a probar tabaco turco, unos mentolados, otros Super largos, con o sin
filtro, con boquillas de carbón como los Lark, o de plástico, como los True.
Ahora que lo pienso, si hubo algún cigarro que no probé, serían pocos. Al final, los últimos años de fumador se los dediqué a los Ducados y, de vez en cuando, algún puro Farias que olía a sobremesa de domingo.
El despertar de la lectura
Pero no todo era humo. Desde muy pequeño fui un gran lector, algo que heredé de mi padre, que siempre tenía un libro en las manos cuando podía. En casa no había muchos, apenas un gran tomo de El Quijote y otro, aún más grueso, de Historia Universal de la Flora y la Fauna.
Además, cada lunes llegaba la Hoja del Lunes, ese semanal que era casi un ritual. Y cuando aprendí a moverme solo en mi bici, iba al kiosco de Edelmira, que estaba junto a la carretera, frente al bar San Rafael, en Torrellano Alto, a comprarle el diario a mi padre… y de paso, siempre caía algo para mí: un tebeo, una revista, alguna curiosidad que me atrapaba.
La radio que unía a todos
La información era poca, pero se esperaba como agua de mayo. En casa
teníamos una radio Marconi, comprada en 1952, que se convirtió en el centro de
reunión familiar. Por las noches, después de cenar, nos sentábamos alrededor
para escuchar las noticias.
Lo curioso es que muchas veces no escuchábamos las oficiales, sino las que
llegaban desde Radio Pirenaica, en Andorra, porque aquí, con la dictadura, las
noticias venían censuradas. Recuerdo a los vecinos acercándose también, como si
fuera un secreto compartido. Bajaban la voz, como si alguien pudiera escuchar
desde fuera, y comentaban lo que se oía en aquel aparato que crepitaba con
interferencias.
Una infancia entre humo, tinta y voces lejanas
Así se tejía la vida entonces:
Aprendían a escribir con las cartillas de Rayas y Rubio, soñando con pasar
de curso.
Fumabas a escondidas en el instituto, creyendo que eras mayor.
Leías todo lo que caía en tus manos, aunque fueran revistas viejas.
Y por las noches, el mundo entero parecía caber en una radio Marconi,
mientras afuera, el silencio del pueblo se estiraba.
Era una época en la que cada cosa tenía su peso: un libro, un cigarro, una
noticia… y cada detalle quedaba grabado para siempre.
Los domingos de cine
El cine Rex de Torrellano era mucho más que una sala oscura con una
pantalla; era el gran acontecimiento de la semana. Desde por la mañana se
comentaba qué película daban: a veces del Oeste con John Wayne, otras de
aventuras, o alguna comedia española con Paco Martínez Soria, que hacía reír a
carcajadas.
Entrar al Rex era toda una ceremonia. Se juntaba la gente en la puerta, las
madres con los críos, los chavales con sus bicicletas apoyadas en la pared, los
más mayores con un paquete de cigarrillos asomando del bolsillo de la camisa.
La cartelera, escrita a mano en letras grandes, prometía mundos lejanos.
Con las 25 pesetas que nos daban, comprábamos la entrada, un bocadillo de
calamares y una gaseosa en la cantina de Teresica, y con lo que sobraba, algo
para picar:
Pipas y altramuces envueltos en papel de estraza.
Algún sidral, que chisporroteaba en la lengua como si uno se bebiera la
espuma de una gaseosa.
Y si había suerte, un caramelo Solano o un regaliz Dulcigel.
Dentro del cine, el murmullo era constante. Antes de que empezara la
función, sonaba la música del altavoz, algo distorsionada. Luego, se apagaban las
luces y estallaba un ¡shhh! colectivo, aunque siempre quedaba algún rezagado
que seguía hablando hasta que aparecía el proyector.
Ver cine entonces era distinto. No solo ibas a ver la película, ibas a ver
a la gente del pueblo, a comentar las escenas más emocionantes en voz alta, a
reírte todos juntos. Y al salir, en la puerta, se repetían las frases más
famosas del héroe de turno, como si uno también quisiera llevarse un pedazo de
aquella aventura.
Las meriendas de después
Después del cine, si ibas con los padres. Los que tenían más suerte se
sentaban en el bar Continental, famoso por su hígado frito con ajos, o en el
Central, donde las habas hervidas eran la tapa estrella o en el San Rafael,
donde hacían cazuelitas de pollo al ajillo.
Los críos corríamos por la plaza mientras los mayores seguían con sus
charlas interminables. A veces había música en el bar, otras un simple
gramófono en casa de algún vecino que ponía pasodobles, y allí se quedaba la
tarde, entre risas y voces que se apagaban con el anochecer.
Las fiestas del pueblo y sus verbenas
Pero si había algo que rompía la rutina, eran las fiestas del pueblo.
Entonces sí que se transformaba todo. Las calles se adornaban con banderines de
colores, y con grandes macetones con plantas y los niños no sabíamos dónde
mirar primero.
Por la mañana, la charamita y el tabalet despertaban al pueblo con su
música alegre. Luego venía la misa solemne, las procesiones y las competiciones
que hacían reír a todos: carreras de cintas para los mayores y de sacos para
los más jóvenes, cucañas, y juegos para los más pequeños.
Pero lo mejor llegaba por la noche: la verbena.
Allí estaba el templete iluminado con bombillas de colores, y una orquesta,
o a veces solo un conjunto local, tocando pasodobles, boleros y algún twist
para los más modernos. Las chicas estrenaban el vestido y los chicos se
peinaban con brillantina, mirando de reojo si alguien los invitaba a bailar.
Había puestos de torraos, churros, almendras garrapiñadas y algodones de
azúcar. Y siempre, siempre, alguna tómbola con el cartel de “¡Siempre toca!”,
donde los premios eran desde un llavero hasta un enorme peluche que nunca
sabías dónde meter después.
A media noche, llegaban los fuegos artificiales, que iluminaban el cielo y arrancaban aplausos. Y cuando la música paraba, la fiesta seguía en las casetas improvisadas, donde los mayores bebían vino, anís o cerveza El León, El Águila o Skol, y los chavales nos íbamos a dormir con el eco de la música aún en los oídos.
Así era entonces: el domingo de cine y merienda era un respiro de la
semana, y la verbena del pueblo era un acontecimiento que se esperaba con
impaciencia todo el año.
No había pantallas, ni móviles, ni grandes lujos, pero cada cosa, por
pequeña que fuera, tenía su encanto. Se vivía despacio, con el tiempo marcado
por la campana de la iglesia y las voces de la gente en la plaza.
El transistor y las voces de la radio
En aquellos años, cuando la televisión aún no había entrado en todas las casas, el transistor era un tesoro. El “tío Vaporet”, un marinero de Santa Pola, trajo uno pequeño desde Ceuta, y desde entonces no se separaba de él. Era como llevar un pedacito del mundo siempre contigo.
La radio era compañía, entretenimiento y noticias. De la Cadena SER, los
seriales hacían latir más deprisa los corazones:
Ama Rosa (1960), con Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso, tenía a media
España pegada al aparato, viviendo aquella historia dramática como si fuera
propia.
En RNE, sonaba Simplemente María, otra historia que conmovía a todo aquel
que la escuchaba.
Y para reírse un rato, estaban La familia Cebolleta y las peripecias de
Matilde, Perico y Periquín, que entretenían a grandes y pequeños.
En la comarca, Radio Elche EAJ 53 (desde 1934) era la gran referencia, con su programa estrella de “Discos dedicados y solicitados”, donde las canciones iban acompañadas de mensajes entrañables: “Para Paquita, de parte de Pepe, con todo mi cariño”. Aquellas dedicatorias eran como abrir una ventana a la intimidad de los vecinos.
Por las noches, a veces, se sintonizaba Radio Pirenaica desde Andorra para escuchar las noticias que aquí censuraba el régimen. La familia entera, y algún vecino curioso, se reunían en silencio alrededor de la radio Marconi comprada en 1952, escuchando bajito para no llamar la atención.
Tardes de cartas y soledad infantil
Los fines de semana, mientras los mayores jugaban al julepe, que era el
juego de cartas de moda, los niños quedábamos un poco al margen. Si los hijos
de los amigos de tus padres eran mayores y se marchaban a pasear, no quedaba
otra que buscar un rincón tranquilo.
Fue así como nació aquella afición por la lectura, primero casi por obligación, para no aburrirse, y luego como un refugio maravilloso. En casa de Teresica y Pepe el “Vinclero”, que tenían cinco hijos varones, se descubría todo un tesoro: los tebeos encuadernados.
El universo de los tebeos
El TBO, nacido en 1917 y que duró hasta 1998, era el rey de las historietas. Ahí estaban la Familia Ulises, tan cotidiana y entrañable, y Los grandes inventos del TBO, ocurrencias descabelladas que nos hacían soñar con un futuro imposible.
Luego venían otras joyas:
Tío Vivo, con la mítica 13, Rúe del Percebe de Francisco Ibáñez.
Mortadelo y Filemón (1958), siempre enredados en disparates.
Pepe Gotera y Otilio, los chapuzas por excelencia.
Botones Sacarino, Rompetechos, y los eternos Zipi y Zape, reflejo de tantas
travesuras infantiles.
Pero la aventura de verdad estaba en las colecciones:
El Guerrero del Antifaz (1944), medieval y heroica.
El Capitán Trueno (1956), siempre acompañado de Crispín y Goliat.
El Jabato (1958), un luchador incansable.
Roberto Alcázar y Pedrín (1940), detectives en acción.
Y tantos otros como Apache, El Cachorro, Rin Tin Tin, Roy Rogers, Pantera
Negra, El Pequeño Luchador, Flecha Negra, Sigur el Vikingo, Marcial Lafuente
Estefanía o las románticas novelas de Corín Tellado, que las madres leían a
escondidas.
Cada página era un portal a otro mundo, y cada historieta se devoraba una y otra vez, hasta saberse los diálogos de memoria.
Mientras los niños soñaban con héroes y villanos, los mayores tenían sus propias lecturas El padre recordaba con cariño el Tío Cuc, aquella publicación alicantina fundada en 1914 por José Coloma Pellicer, que luego se llamó El Tío Cuc y Cuquet. Era una revista satírica que, con humor, sacaba los trapos sucios de personajes y familias, y hacía reír a todos con sus pullas.
Un tiempo sin televisión ni consolas
En aquellos años, la imaginación era la mejor pantalla. No había televisión
en todas las casas ni mucho menos consolas. Lo que había eran palabras y
dibujos impresos, voces en la radio que narraban mundos lejanos, y aquel
transistor que parecía mágico porque te acompañaba a todas partes.
Cada aventura leída o escuchada dejaba huella, y quizá por eso aquellas
historias siguen vivas en la memoria, como si aún pudiéramos abrir un tebeo y
volver a ser aquel niño que se quedaba dormido con un cómic sobre las rodillas.
Las revistas, ventana al mundo
En un tiempo en que la información no llegaba al instante, las revistas
eran auténticas ventanas al mundo. Cuando el pintor Perezgil y su esposa Fina
venían de Alicante, traían ejemplares atrasados que circulaban de mano en mano,
como si fueran tesoros.
Se devoraba todo:
Triunfo (1946), con sus análisis profundos y críticos.
Garbo, Ama, Hola y Actualidad Española, que mezclaban sociedad, cultura y
curiosidades.
Rompeolas, Fotogramas y Blanco y Negro, llenas de glamour y cine.
Y, por supuesto, El Caso, que desvelaba crímenes y sucesos misteriosos con
titulares que ponían los pelos de punta.
Aquellas páginas no solo traían noticias de lejos, sino que también servían
para otros menesteres más cotidianos… porque cuando se habían leído, terminaban
como papel higiénico, práctica tan común como necesaria en muchas casas de la
época.
Entre todo aquello, un tema capturaba la atención del narrador: el
magnicidio de John F. Kennedy en Dallas (1963). Se leían y releía las crónicas
de aquel suceso que conmocionó al mundo, y se hablaba de él como si hubiera
ocurrido en la plaza del pueblo.
La llegada de la televisión
1964 marcó un antes y un después: la televisión entró en casa. Antes de
eso, había que acudir en peregrinación a la casa de algún familiar o vecino
afortunado.
En casa de Juanita y Pepe “el Torrero”, se veían programas como Reina por
un día y series americanas como Bonanza, que fascinaban a grandes y chicos.
Y en casa de Pepe “el Estañero”, el padre y el narrador presenciaron el
funeral de Kennedy, un evento mundial que, visto en blanco y negro, parecía aún
más solemne.
La tele era un acontecimiento social. Se reunían varias familias, todos bien sentados, en silencio reverencial, y al terminar se comentaba el programa durante días.
Los juegos de la imaginación
En aquellos tiempos los juguetes escaseaban, y había que tirar de ingenio
para divertirse. Con una simple pelota de reglamento se armaban partidos en los
descampados, pero cuando ni eso había, los juegos colectivos y tradicionales
llenaban las tardes.
Había para todas las edades y para todos los gustos:
Gallinita ciega, donde los sentidos se agudizan para adivinar quién estaba cerca.
Un, dos, tres, pollito inglés, un juego de astucia y velocidad para acercarse a la meta sin ser descubierto.
La cucaña, más propia de fiestas, donde se trepaba un palo engrasado para alcanzar un premio.
L’olla, típico de verbenas, con ollas colgantes llenas de sorpresas (harina, agua, caramelos… y alguna que otra broma).
La rana, con su peculiar tabla de puntuación, donde había que lanzar fichas
a la boca del animal de hierro.
Tres en raya, un juego de estrategia simple pero adictivo.
Corre el anillo, que además de adivinar dónde estaba el objeto, terminaba en risas con las penitencias pactadas.
La goma y la comba, que llenaban los patios de saltos y canciones.
Las tabas, más arriesgadas, con sus reyes, verdugos y castigos a golpe de correa, que a veces dejaban recuerdos en la piel.
Los cromos, donde la habilidad de voltear con un palmoteo decidía la victoria.
Cada juego tenía su momento, sus canciones, sus risas, y su pequeña cuota de riesgo o picardía. No hacían falta pilas ni pantallas, solo un grupo de amigos y muchas ganas de pasarlo bien.
Un tiempo de vida sencilla
Así era la vida entonces: la noticia del mundo llegaba por las revistas y
la radio, la televisión era un lujo compartido, y la diversión estaba en las
calles, las plazas y los descampados, entre risas, polvo y alguna que otra
caída.
Eran días de ocio compartido, de vecindario unido, de niños corriendo
descalzos y mayores charlando en las puertas. Cada nuevo invento –un
transistor, una televisión, una pelota– parecía un avance gigantesco. Y, sin
embargo, la imaginación seguía siendo el motor de todo.
Ah… qué tiempos aquellos, cuando la infancia no cabía en las pantallas ni en los teléfonos, sino que se desbordaba en las calles polvorientas, en las plazas y en los patios de tierra. Hoy cierro los ojos y todavía escucho las voces de mis amigos, las risas desbordadas, los cantos que acompañaban cada juego.
El “Pin pin, Serafín, cuchillito de marfil…”, resonaba en el corro mientras las piernas estiradas esperaban su destino. Era un momento de expectación pura: al que le tocaba la última sílaba, retiraba el pie entre risas y nervios. Poco a poco, el corro se iba desarmando, hasta que solo quedaba una pierna… y el dueño de esa pierna sabía que le aguardaba un castigo, aunque por dentro se alegraba, porque luego le tocaría a él ser el que mandaba en el juego.El Palo, en cambio, era otra cosa. Allí no había canciones ni versos, solo destreza. Dos palos, uno largo y uno corto, y la emoción de ver cómo aquel trozo de madera salía disparado por los aires. Cuando lográbamos que volara lejos, sentíamos una victoria humilde pero grande, como si hubiésemos vencido a las leyes de la gravedad con nuestras propias manos.
Luego estaba el Aro, que era como domar un caballo invisible. Con aquel
hierro terminado en forma de U, guiábamos la vieja llanta de bicicleta,
corriendo detrás de ella por todo el pueblo, sorteando piedras y baches.
Parecía fácil, pero bastaba un pequeño descuido para que el aro rodara a su
antojo y cayera. Qué orgulloso se sentía uno cuando lograba dar toda la vuelta
al circuito sin que se detuviera.
Y qué decir de Tula Llevas. ¡Ah, ese era el juego de los veloces! Siempre corriendo, siempre mirando por encima del hombro para que no te atraparan. Bastaba un leve roce y un “¡Tula llevas!” para que cambiaran los papeles y la adrenalina corriera más rápido que uno mismo.
Arrimar era para los más calculadores. Una moneda, una chapa, o lo que hubiera a mano, y aquel intento de dejarla lo más cerca posible de la raya, de la pared, del palo. Se apostaban cromos, tesoros de papel que para nosotros valían más que cualquier moneda.
El Tello, o Rayuela, era un ejercicio de equilibrio y paciencia. Saltar a
la pata coja, recoger la piedra, volver sin pisar las líneas… y si te caías,
todo el corro estallaba en carcajadas.
Para decidir quién empezaba en cualquier juego, recurríamos a Piedra, Papel o Tijera, o al cantar infantil de “Pito, pito, gorgorito…”. Y no había discusión posible: lo que decía el juego, iba a misa.
Las carreras de sacos eran un espectáculo. Ver a todos avanzando a saltos, cayendo, riendo… No había premio más allá de la diversión, pero qué fiesta era llegar a la meta.
Había juegos de estrategia y trabajo en equipo, como El Marro o El Pañuelo,
donde uno aprendía a confiar en los compañeros y a engañar al rival con fintas
y carreras inesperadas.
Y para los días tranquilos, Las Chapas, dibujando con un palito en la tierra circuitos imposibles, retorcidos como serpientes
Y claro, el Corro Manolo, que no tenía mayor fin que acabar todos en el suelo entre carcajadas. “Al corro Manolo, mi padre está en los toros…” y zas, de culo en el suelo, felices.
No teníamos grandes juguetes, apenas los que venían de regalo en los
detergentes: indios, vaqueros y caballos de plástico que desenterrábamos como
tesoros. Los más afortunados presumían del Cine Exin o de los Juegos Reunidos
Geyper, pero para nosotros, un palo, una piedra o una simple tapa de botella
bastaban para construir universos.
Recuerdo con nitidez aquel año de 1969. Juguetes Rico sacó un sorteo en
televisión: mostraban una caja misteriosa, y si adivinabas lo que contenía,
participabas. Un compañero me dijo que era un camión llamado Sansón, y escribí
la carta con la ilusión desbordada de un niño de 14 años. Y fíjate… gané. Pero
la vida tiene sus maneras. Ese mismo año, en diciembre, murió mi padre. La casa
quedó en silencio, de luto. Cuando llegó la carta para recoger el camión, mi
madre, sin ánimo para nada, se la dio a una vecina para que lo retirara para su
hijo. Yo… me quedé sin mi padre y sin él. Fue una de las pocas veces que la
suerte me sonrió, pero no pude disfrutarlo.
Hoy lo cuento y siento un nudo en la garganta, no de tristeza, sino de
nostalgia. Porque aunque no tuvimos mucho, tuvimos infancia. Tuvimos amigos, tuvimos
risas en la calle, tuvimos juegos que no costaban nada pero valían todo. Ahora,
cuando veo a los niños pegados a las pantallas, me pregunto si alguna vez
sentirán ese mismo cosquilleo en el estómago que sentíamos nosotros cuando
corríamos descalzos tras un aro o una peonza.
Porque al final, más que los juegos, lo que queda en el corazón son los
momentos. Y esos… ya no vuelven.
Ah… hablar de aquellos tiempos es como abrir un viejo álbum de fotos en
sepia, donde las calles eran más anchas porque había más cielo que coches, y el
silencio apenas se rompía por el trote de un caballo o el rumor lejano de un
motor. Antes de que las máquinas se adueñaran del paisaje, todo era más lento,
más humano. Los primeros coches, ¡qué rareza parecían! Circulaban como fantasmas,
sin matrícula, sin papeles, sin normas. Los pocos que había eran casi piezas de
museo en movimiento. Imagínate aquel Panhard Levassor en Asturias, allá por
1881, como un bicho extraño que despertaba la curiosidad de los vecinos, o
aquel Francesc Bonet i Dalmau en Barcelona, en 1889, pionero y valiente, porque
había que serlo para subirse a esos artefactos ruidosos que más parecían
calderas con ruedas.
Pero el verdadero cambio, al menos para nosotros, llegó cuando SEAT se
fundó en 1950. Fue como si de pronto el automóvil dejara de ser un lujo de
ricos para convertirse en un sueño alcanzable. El primer modelo, el SEAT 1400,
empezó a verse en las ciudades, y luego llegó el que cambió la vida de muchas
familias: el 600, en 1957. ¡Qué revolución fue ese cochecito! Lo mismo servía
para ir a trabajar que para meter a toda la familia –apretados como sardinas– y
lanzarse a la aventura de ir a la playa. Después vino el 1500, en el 63, con
más porte y más espacio, casi un coche “de señorito”.
En el campo, el cambio fue aún más profundo. Antes, para todo dependíamos
del caballo, del burro, del carro. Pero de repente, el Citroën 2CV (1955) y el
Renault 4L (1961) comenzaron a rodar por los caminos de tierra. Eran coches
humildes, pero valientes, que aguantaban las piedras y el barro. En lugares
como Torrellano, estos coches venían a sustituir los carruajes tirados por
caballos, como si de pronto la modernidad hubiera llegado a tocar la puerta del
agro.
Renault también trajo otros modelos: el Ondine (65) y el Dauphine (67),
aunque estos tenían fama de ser un poco traicioneros en la carretera… y si
aparecía un Gordini, todos sabíamos que era mejor apartarse.
Pero no todo era coche de paseo. Para el campo, el gran héroe fue el
Hanomag Barreiros (1959). Ese tractor cambió la vida de los agricultores,
porque de pronto arar no dependía de la fuerza de una mula ni del sudor de
media jornada. Aquel rugir del motor era música para los que pasaban horas y
horas en la faena.
Por aquellos días, otro Rafael –sí, parece que los “Rafas” estaban
destinados a cruzarse en mi camino– era mi amigo de infancia y salía con Toñi,
una de las chicas de nuestra pandilla de Torrellano, donde también estaban Mari
Carmen, Vicentina, Antoñita y Carmelina.
Yo recuerdo, como si fuera ayer, el primer coche que llegó al pueblo. Lo
trajo Pepe "el Torrero" el marido de mi prima Juanita, con su seat
1500, lo último en diseño y elegancia y el Renault 4/4, de Pepito "fill
del alcalde cagué". Los niños lo rodeábamos como si fuera un monstruo
fabuloso. El olor a gasolina, el brillo del metal, el sonido tosco del motor…
eran cosas que nos dejaban con la boca abierta. Más tarde llegó el primer SEAT
600, y ese sí que fue el coche del pueblo entero. Servía para ir a las fiestas,
para llevar a los enfermos al médico, para presumir en la plaza.
Y cómo olvidar las carreteras de aquellos años… Eran más caminos que
carreteras, llenos de baches y polvo. Viajar en coche era casi una aventura. Si
pinchabas, tenías que bajarte a cambiar la rueda con las manos, rezando que el
gato aguantara. Y si se calentaba el motor, había que parar, esperar, echarle
agua. Por eso llevar siempre una garrafa en el maletero era tan importante como
llevar el propio coche.
Con los años, claro, todo se fue llenando de coches. Pero yo siempre
recordaré aquella primera época, cuando ver un automóvil era un acontecimiento.
Hoy cierro los ojos y veo los caminos polvorientos, los hombres en boina al
volante, las mujeres bien peinadas para el paseo dominical, los niños saludando
como si cada coche fuera una visita ilustre. Éramos testigos de un tiempo de
cambio, en el que lo viejo y lo nuevo convivían: el carro y el tractor, la mula
y el SEAT, la alpargata y el neumático Dunlop.
Porque al final, cada coche, cada tractor, no era solo una máquina: era un
pedazo de historia, un símbolo de que el mundo estaba avanzando.
Noches de Baile, Discotecas y
Aventuras: Memorias de Alicante y Benidorm en los 70
Hay momentos en la vida en que uno siente que el mundo se abre de golpe,
que todo está por descubrir y que las oportunidades de aventura aparecen en
cualquier esquina. Eso nos pasó a nosotros, cuando nos motorizamos. Con aquellos
ciclomotores, que más que velocidad daban libertad, empezamos a idear toda
clase de planes.
Un día decidimos ir al baile del Cine Pomares de La Hoya. Aquello
era un planazo para la época: primero un pase de baile, luego una película y
para rematar, otra sesión de baile. Todo con la misma entrada, como un tres en
uno de diversión. Pero claro, había un problema: el permiso de circulación de
los ciclomotores solo permitía un pasajero. Así que optamos por los caminos
rurales para evitar la carretera y, de paso, a la Guardia Civil.
Todo iba bien, hasta que, a lo lejos, distinguí a una pareja de guardias.
Freno de golpe, la rueda delantera resbala con la gravilla y allá vamos los dos
al suelo. Eso sí, mi compañero Rafael me superó… literalmente: salió
volando por delante de mí y aterrizó con sus huesos en la tierra. Aun así,
conseguimos nuestro objetivo: no ser vistos por los guardias. Con un par de
raspones y mucha dignidad herida, llegamos al baile y completamos nuestra
pequeña odisea con éxito.
De ciclomotores a Citroën y nuevos amigos
A principios de los 70, mi vida dio un pequeño giro. Entré a trabajar en Poveda,
Barragán y Cía. S.R.C., concesionario de Automóviles Citroën en Alicante.
Fue allí donde conocí a Rafa Carratalá, del departamento de recambios.
Hicimos buenas migas enseguida.
Por aquellos días, otro Rafael –sí, parece que los “Rafas” estaban
destinados a cruzarse en mi camino– era mi amigo de infancia y salía con Toñi,
una de las chicas de nuestra pandilla de Torrellano, donde también estaban Mari
Carmen, Vicentina, Antoñita y Carmelina.
Un día, Rafa Carratalá me contó su secreto:
—Yo los fines de semana me saco un buen dinero en Benidorm, poniendo
copas en la Discoteca 007, en la Plaza Triangular. Si vienes, estás
invitado. Te presento a mis amigas. Allí trabajo y me divierto a la vez. Aquello
es el paraíso.
La frase me quedó dando vueltas en la cabeza. ¿Cómo resistirse al paraíso?
Benidorm, el paraíso prometido
La duda era: ¿cómo llego? La respuesta de Rafa fue simple:
—Como todos… haciendo autoestop.
Me costó decidirme. Nadie quiso acompañarme en aquella primera aventura.
Pero un sábado, sin pensarlo demasiado, me lancé. “Dedo” en la carretera y,
como si el destino quisiera premiarme, llegué hasta la Plaza Triangular.
Pregunté por Rafa en la puerta del 007 y allí estaba. Cumplió su
promesa: me presentó a sus amigas, casi todas extranjeras, y también a su jefe,
Gabi Rocamora, que creo que era de la Vega Baja. Incluso me ofrecieron
trabajar los fines de semana.
Aquella noche fue inolvidable. Yo no hablaba ni una palabra de inglés o
francés, pero Rafa chapurreaba ambos idiomas y hacía de traductor improvisado. Disfruté
como nunca antes lo había hecho.
Una noche en la 007
Benidorm siempre tenía algo hipnótico cuando caía la noche. Las luces de
neón parpadeaban en la Plaza Triangular como si anunciaran un mundo paralelo.
Esa noche, Pasqual y yo habíamos llegado haciendo autoestop. Él, siempre más
relajado que yo, llevaba la camisa abierta dos botones de más, como si quisiera
dejar claro que no veníamos a mirar, sino a vivir. Yo, en cambio, estaba algo
nervioso. Era mi primera vez en la Discoteca 007 con compañía.
Nos recibió Rafa en la puerta, con su sonrisa de medio lado. Ya había
terminado de colocar copas por un rato y nos esperaba apoyado en la barra, como
si fuera el dueño del lugar.
—Llegáis tarde, pero justo a tiempo —dijo—. Vamos, que tengo unas amigas
que os van a encantar.
Nos llevó a una mesa lateral, algo apartada de la pista. Y ahí estaban ellas. Dos rubias de piel pálida y ojos azules que brillaban con la luz tenue del local. Susan y Margaret. Inglesas. Susan llevaba un vestido corto de color turquesa, con unas sandalias de tiras que parecían imposibles para bailar, y Margaret lucía un mono blanco ajustado que la hacía parecer una estrella de cine de los 70.
Pasqual, sin vergüenza ninguna, se lanzó primero.
—Hello! —dijo con su mejor inglés macarrónico, que sonaba más a “jelou” que
a otra cosa.
Susan rió, un poco confundida, pero encantada con su entusiasmo.
Yo, en cambio, me quedé un segundo quieto, pensando qué demonios iba a
decir. Rafa, viéndome tan cortado, me empujó un poco hacia Margaret.
—Don’t worry, they’re friendly, —me susurró.
Margaret me miró con una sonrisa curiosa.
—Do you dance? —preguntó.
Ahí fue donde entendí que no hacía falta hablar mucho. Le di la mano y nos
fuimos a la pista.
La música, el humo y los neones
El DJ puso “Popcorn” de Hot Butter, y la pista se llenó de parejas que se movían con un ritmo entre robótico y sensual. El humo de las máquinas daba un aire casi cinematográfico. Margaret se movía con una naturalidad que yo jamás podría imitar, pero ella no parecía importarle. Me tomó de las manos y me guiaba con suaves tirones.
Al otro lado de la pista vi a Pasqual intentando seguirle el ritmo a Susan,
con más entusiasmo que coordinación. Cada vez que ella giraba, él tropezaba un
poco, pero lograba recuperarse a tiempo para arrancarle otra carcajada.
Yo, mientras tanto, solo podía pensar en cómo la luz azulada hacía que el rubio de Margaret pareciera casi plateado. Me habló al oído, pero entre la música y mi nulo inglés, no entendí nada. Solo asentí y sonreí. Y eso, curiosamente, funcionó.
Entre copas y risas
Volvimos a la mesa, sudando y riendo como si nos conociéramos de toda la vida. Rafa apareció con una bandeja.
—Gin-tonic para las ladies, cerveza para vosotros —dijo, guiñando un ojo.
Susan y Margaret empezaron a contarnos algo de su viaje. Venían de Londres, estaban pasando unos días en Benidorm con unas amigas, y decían que les gustaba porque era “different, more… alive”. Cada vez que alguna decía una frase en inglés, Pasqual la repetía con acento de Torrellano y todas terminábamos riendo.
En un momento, Susan le enseñó a Pasqual cómo pronunciar “beautiful”, y él
lo intentaba una y otra vez sin conseguirlo. “Biutifúl… biurifol… biutifull…”.
Ella no paraba de reír y le daba golpecitos en el brazo como si fuera un niño
travieso.
Margaret, mientras tanto, me miraba y me preguntaba cosas sencillas.
—You live here?
—Yes… Alicante… —le respondí.
—Alicante… nice… —decía ella, y con cada sonrisa suya yo sentía que ya no
importaba no saber hablar inglés.
El momento mágico
La música cambió. El DJ puso “Imagine” de John Lennon, y las luces se atenuaron. Era como si el local entero se hubiera calmado para un respiro romántico. Margaret me tomó de la mano, me llevó a la pista otra vez, y apoyó su cabeza en mi hombro.
Ahí, en medio de aquella discoteca llena de desconocidos, me sentí como si
el mundo se hubiera detenido. Era un instante que no tenía traducción, ni falta
que le hacía.
Pasqual, al fondo, seguía con Susan. La veía reír, él le decía algo al oído y ella asentía divertida. Rafa, mientras tanto, nos miraba desde la barra con una sonrisa cómplice, como si estuviera orgulloso de haber montado toda aquella escena.
El final de la noche
Salimos de la 007 cerca de las tres de la mañana. El aire fresco de Benidorm nos recibió como un balde de realidad. Susan y Margaret tenían que volver a su hotel. Se despidieron con dos besos, y Margaret me susurró un “see you tomorrow?” que sonó más a promesa que a pregunta.
Pasqual y yo nos quedamos en silencio un momento, mirando cómo se alejaban
por la Plaza Triangular. Luego, él rompió el silencio:
—Ché… ¿has visto? Al final ni hace falta saber inglés pa’ pasarlo bien.
Y nos echamos a reír como dos críos, con la sensación de que esa noche
sería una de esas que no se olvidan jamás.
La ruta de las discotecas
En esos años, Benidorm bullía de vida nocturna. Las discotecas más
populares de la Plaza Triangular eran Peeper’s y Madeira, muy
cerca estaban América y Titos, y un poco más alejadas Baccus
Garden, Penélope, Hipocampo y El Corral.
Cuando conté la aventura a mis amigos, encontré a Pasqual para que
me acompañara en futuras escapadas. Aunque salía con Mari Carmen, a
veces se “despistaba” y se venía conmigo. Recuerdo que la primera vez que
fuimos al Pez Dorado de Alicante fue con él.
Pero pronto entendí algo importante: todo lo que podía hacer en Benidorm
echándole un poco de morro, también lo podía hacer en Alicante. Y sin tener que
desplazarme tanto.
Alicante y su movida nocturna
En Alicante, especialmente en la Albufereta, Playa de San Juan y
El Campello, había locales para todos los gustos.
- Whisky
a Chorro, donde estaba Manu, que luego también trabajó en
Hipopótamus.
- El
Duende, Badaboom, Rafas, Picadilly, Play Boy, Il Paradiso, Charleston,
Taifas (allí curraban dos amigos míos, Antonio y
Bartolo).
- Y más: Gallo
Verde, Don Juan, Carrusel, Cap 2000, Nautilus, Vassarely, Dunas, Sonidos.
En la ciudad, en la Avenida de Soto Ameno, en San Blas, estaba el Lux,
una sala de cine reconvertida en local de baile. Allí mandaban Los Bucaneros,
una banda bastante conocida. En una ocasión, decidieron ir a La Pista de
Barceló en Torrellano para enfrentarse a la banda del Villena de Elche,
pero tuvieron que salir por piernas, acosados por los “nativos” de Torrellano.
Elche, Crevillente y más allá
Cuando me compré el Seat 850, volví alguna vez a Benidorm, pero
siempre acompañado, casi siempre por insistencia ajena.
Una época que no volverá
Mirando atrás, era un tiempo de improvisación, de moverse sin planes fijos,
de aventuras que empezaban con un ciclomotor, un amigo y muchas ganas de
pasarlo bien. Era también la época en que uno podía cruzar de un pueblo a
otro y descubrir un universo nocturno diferente en cada sitio.
Hoy, cuando paso por esas calles, muchas discotecas ya no existen, otras
cambiaron de nombre, y algunas se han convertido en recuerdos que solo viven en
la memoria de quienes las disfrutamos. Pero cada vez que escucho un viejo tema
de la época, puedo cerrar los ojos y verme allí otra vez, con Rafa, con
Pasqual, con tantos amigos… recorriendo Benidorm, Alicante, Elche, como si
fueran nuestro propio territorio conquistado.
Porque más allá de las discotecas, lo que realmente brillaba era la
sensación de libertad.
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