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TORRELLANO EN IMÁGENES |
Los orígenes de Torrellano
Un recorrido por los orígenes de Torrellano
Hablar de Torrellano es, inevitablemente, hablar de
Elche. Nuestra pedanía siempre ha estado ligada a la historia y evolución de la
Villa –y después Ciudad– de Elche.
Todo lo que sucedía allí, tanto lo bueno como lo malo, repercutía en nuestras
tierras, en nuestras gentes y en la forma de vida que, con paciencia y esfuerzo,
se fue forjando con el paso de los siglos.
Para entender cómo hemos llegado hasta aquí, es
necesario detenernos un momento en la historia de la Villa. No se trata solo de
una sucesión de fechas, sino de comprender los cambios, las decisiones y las
circunstancias que marcaron el ritmo de la vida en estas tierras. Y para
situarnos mejor, iremos recorriendo los hechos de forma cronológica, añadiendo
de vez en cuando pequeñas pinceladas de lo que ocurría en el mundo mientras
nuestro pueblo crecía.
De señoríos y repoblaciones
A comienzos del siglo XVII, Elche y sus alrededores
pertenecían a Jordi Cárdenas (1609-1611), heredero del poderoso Duque de
Maqueda y Marqués de Elche. Desde 1470, cuando Isabel de Castilla donó estas
tierras a Gutierre de Cárdenas –su maestresala, en recompensa por los servicios
prestados–, la familia Cárdenas había sido dueña y señora de la Villa de Elche,
Crevillente y Aspe.
Fue esta misma familia la que repobló la zona con
gentes venidas de Aragón y Cataluña. Aquellos nuevos habitantes recibieron
tierras y, dependiendo de en qué margen del río Vinalopó se encontraran, su
situación era diferente.
Las tierras de la margen izquierda se entregaban “en
franc”, es decir, exentas de impuestos, y se reservaban para los cristianos. En
cambio, en la margen derecha se asentaban moriscos conversos, y esta zona,
llamada el magram, estaba sujeta a tributos que debían pagarse al señorío de la
Villa.
El agua, siempre tan necesaria
En un lugar donde la agricultura marcaba la vida, el
agua era un tesoro. Por eso, en 1632 se construyó el famoso Pantano de Elche,
en el río Vinalopó, a la altura del Castellar de la Morera. Este embalse servía
para abastecer de agua de riego a ambas márgenes: la derecha se regaba mediante
la Acequia Mayor y la izquierda a través de la Acequia de Marchena, una
derivación de la primera.
Pero como tantas veces ocurre, la naturaleza impuso su
fuerza. En 1793 una gran riada destruyó el pantano. No fue hasta 1842 cuando se
reconstruyó, elevando sus muros hasta los veintidós metros que hoy aún
impresionan a quienes lo contemplan.
La Festa y el peso de la tradición
Convulsiones del siglo XVIII
En 1766, estalló un motín anti señorial, impulsado por
la nobleza local pero llevada a cabo por el pueblo llano. Se pedía la
independencia total de la Universidad de San Juan, que aunque tenía
Ayuntamiento propio, seguía pagando el diezmo al señorío. Además, la revuelta
reclamaba el libre comercio y la recuperación de antiguos usos comunales.
El ocaso del señorío
Y mientras tanto… Torrellano
En medio de todos estos cambios, Torrellano, como
pequeña pedanía ligada a Elche, iba creciendo en silencio. Su gente trabajaba
la tierra, sufría las mismas sequías y riadas, vivía las tensiones señoriales
y, como todo pueblo humilde, encontraba en la tradición y la unión comunitaria
la fuerza para seguir adelante.
Lo que ocurría en la Villa marcaba inevitablemente
nuestro destino. Pero también, en cada casa, en cada parcela y en cada camino,
se iban tejiendo las historias que darían identidad propia a este lugar que,
con el tiempo, dejaría de ser solo “un rincón de Elche” para convertirse en una
comunidad con memoria, orgullo y voz propia.
El declive del señorío: un final anunciado
Mientras Torrellano seguía su vida ligada a la Villa, los grandes linajes que durante siglos habían ostentado el poder comenzaban a tambalearse. La Casa del Condado de Altamira, una de las más influyentes, se encontraba ya en bancarrota cuando falleció su heredera, Carmen Argúndez y Yanguas.
Los tiempos habían cambiado. Mantener un señorío era cada vez más costoso y las rentas ya no bastaban. Muchos censualistas –los arrendatarios de tierras y casas– se habían convertido en deudores crónicos, incapaces de pagar lo pactado en sus contratos. La Villa apenas ingresaba algo por el diezmo de los arriendos en los saladares, en el magram y en la Universidad de San Juan, que aunque tenía ayuntamiento propio, todavía tributaba al señorío.
Una jugada desesperada
En 1851, Francisco Estrada –viudo de Carmen Argúndez, abogado de profesión y heredero universal de su esposa– vio venir la ruina definitiva. Consciente de que no había manera de sostener aquel entramado, buscó una salida negociada con Don Vicente Osorio de Moscoso y Ponce de León, Conde de Altamira y heredero de la Villa de Elche.
La famosa disposición de rescate
El documento establecía lo siguiente:
3.- Los gastos y
deudas correrían por cuenta de los censualistas.
4.- Quienes quisieran
aprovecharse de estas condiciones debían acudir al apoderado general, el
licenciado don Bonifacio Amorós, o a cualquier escribanía de Elche, donde se
les instruiría en los pormenores.
El lento final del sistema enfitéutico
Tiempos de cambio para Torrellano
Un nuevo tiempo para Torrellano
Con la lenta desaparición de las cargas señoriales, la vida en las pedanías de Elche empezó a respirar otro aire. Aquello que durante siglos había parecido inamovible –los derechos feudales, los censos, la dependencia de un señor lejano– se fue diluyendo, dejando paso a una época en la que el esfuerzo personal y la organización comunitaria cobraron mayor importancia.
Era el germen de un nuevo espíritu agrícola, que poco a poco empezaría a transformar la economía local.
El campo florece: la expansión agrícola
La segunda mitad del siglo XIX trajo consigo mejoras en las técnicas de cultivo y una incipiente diversificación de la producción. Se reforzó el aprovechamiento del agua mediante acequias y norias, y aunque seguía habiendo sequías que ponían en jaque a las cosechas, se optimizó el regadío tradicional heredado de los árabes.
En estas tierras se cultivaban sobre todo cereales, viñas, higueras y granados, además de las imprescindibles hortalizas para el autoconsumo. La palmera datilera seguía siendo un símbolo de identidad, pero el motor económico ya empezaba a girar hacia cultivos que pudieran venderse en los mercados cercanos.
Familias enteras trabajaban de sol a sol. Era frecuente ver a los niños ayudar en las faenas agrícolas, mientras las mujeres combinaban el cuidado del hogar con el trabajo en el campo. La vida era sencilla, pero comunitaria: las labores importantes se hacían en grupo, y las noticias viajaban de boca en boca, de casa a casa, en torno a la fuente, la acequia o el camino principal.
La llegada del ferrocarril: una ventana al mundo
Y entonces llegó el ferrocarril, y con él, una
revolución silenciosa.
A finales del siglo XIX, la línea férrea Alicante-Murcia abrió un nuevo horizonte para Torrellano. La construcción de la estación cambió para siempre el ritmo de vida local. Por primera vez, el pequeño núcleo rural se conectaba de forma directa con las ciudades vecinas y con los grandes puertos.
El tren no solo transportaba personas, sino también mercancías. Los productos agrícolas del campo de Elche podían viajar más rápido y llegar más lejos, lo que impulsó aún más la producción. Además, la estación se convirtió en un lugar de encuentro: allí se reunían viajeros, comerciantes, trabajadores y curiosos.
Torrellano dejó de ser únicamente un punto de paso para convertirse en un pequeño centro de movimiento y actividad económica, y no fueron pocos los que vieron en esa conexión ferroviaria una oportunidad para progresar.
Las primeras familias y la identidad local
En medio de este contexto de cambio, algunas familias empezaron a destacar como pilares de la vida comunitaria. Había quienes, gracias a su trabajo constante, lograban ampliar sus tierras; otros se convertían en intermediarios, vendiendo productos locales en mercados de Alicante o Elche; y no faltaban los que se aventuraban a abrir pequeñas tabernas, posadas o comercios para atender a los viajeros del tren.
Estas familias fueron, sin saberlo, los primeros en forjar la identidad de Torrellano como pueblo. Sus casas, a menudo de construcción sencilla pero sólida, se convirtieron en puntos de referencia para los vecinos. Los apellidos empezaron a repetirse en la memoria colectiva, asociados a historias de esfuerzo, solidaridad y, en ocasiones, de superación de grandes dificultades.
La comunidad creció alrededor de valores compartidos: la ayuda mutua en las labores del campo, la convivencia en las festividades religiosas y la firme voluntad de dejar un futuro mejor a las siguientes generaciones.
Un Torrellano que empieza a mirar al futuro
El fin del señorío y el nacimiento de las grandes fincas
En 1865, con la definitiva desaparición del señorío, el territorio de Elche entró en una nueva etapa. Lo que durante siglos había estado bajo la jurisdicción feudal pasó a manos de nobles, abogados, comerciantes y artesanos acomodados, que se convirtieron en los nuevos propietarios de extensas fincas.
Así aparecieron nombres que aún resuenan en la
memoria local: La Cañada, La Cañaeta, Lo Miñana, Els Vinagres, Torre Blava,
La Pomponia, Lo Pierna, La Torreta, Torre de Ibarra, Fondo la Mina, Villa
Amalia, Casa Blanca, Buenos Aires, Els Torreros, Els Semperets, Els Roques, Lo
i Ganga y Lo i Quiles entre muchas otras.
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El original Sant Pere de la ermita construida en 1817 en Torrellano Bajo. fotos tomada gracias a la gentileza de la familia HANSON |
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Ruinas de la vieja ermita de Torrellano Bajo, construida en 1817 |
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Actual Ermita de San Pedro Apóstol construida en 1940 Torrellano Bajo - "Sempere" |
Cada una de estas fincas era más que un simple terreno agrícola: eran auténticos microcosmos donde convivían arrendatarios, jornaleros y las familias que administraban el lugar. Algunas contaban con casas solariegas y torres defensivas, que recordaban tiempos en que la inseguridad obligaba a construir en altura para vigilar el horizonte.
La Cañada Alta: símbolo de un pasado noble
Entre todas estas propiedades, destacaba La Cañada
Alta, conocida cariñosamente por los vecinos como “La Cañá”. Era una finca de
gran extensión, perteneciente a los Vaíllo de Llanos, una familia que durante
generaciones tuvo enorme influencia en la zona.
En su interior se alzaba una majestuosa casa
solariega coronada por una torre almenada, construida nada menos que en 1631.
De planta cuadrangular, la torre contaba con tres pisos, planta baja y un
mirador-terraza desde el que se dominaba el paisaje. Como curiosidad, tenía dos
relojes de sol, uno para las mañanas y otro para las tardes, marcando con
precisión el ritmo de las faenas agrícolas.
La puerta de entrada estaba presidida por el
escudo de armas de la familia Vaíllo, y adosado a la torre se encontraba un
edificio rectangular de dos plantas que albergaba bodegas, caballerizas y
aposentos para los visitantes distinguidos. En sus muros colgaban trofeos de
caza, armas blancas y, según se contaba, incluso una armadura que era motivo de
admiración para todo aquel que visitaba la finca.
Con los años, el edificio fue restaurado en varias
ocasiones. Y aunque hoy podría considerarse un bien patrimonial de gran valor
histórico, en su momento no se le reconocía como tal, siendo un ejemplo más del
patrimonio rural que a veces quedaba relegado al olvido.
La Cañaeta, Lo Miñana y otras propiedades
Más al sur se encontraba La Cañaeta, otra finca de
los Vaíllo, algo menor en extensión pero igualmente importante. Allí no había
una torre solariega, sino una casa destinada a los arrendatarios, quienes se
encargaban del cultivo y el cuidado del terreno.
Por su parte, Lo Miñana, situado entre Balsares y
Valverde, era una finca que siempre permaneció “en blanco”, es decir, sin
cultivar de manera intensiva y sin edificación alguna. Estas tierras se
reservaban para usos más puntuales o se arrendaban a corto plazo.
Trabajo, jornaleros y el origen de nuevos asentamientos
Las fincas de los Vaíllo –y las de otros grandes
propietarios– generaban una constante demanda de mano de obra. Jornaleros,
medieros y arrendatarios trabajaban en las cosechas, el mantenimiento de los
cultivos, la reparación de acequias y la cría de animales.
Con el tiempo, muchos de estos trabajadores fueron
asentándose en las lomas cercanas, especialmente en las tierras de menor valor
agrícola. Allí comenzaron a levantarse pequeñas casas y barracas, formando
caseríos espontáneos que acabarían dando lugar a núcleos estables de población.
Este proceso fue clave para el crecimiento de
Torrellano y sus alrededores, pues permitió que las familias trabajadoras
echaran raíces y dieran forma a una comunidad propia. Aquellos modestos
asentamientos rurales serían, con el paso de las décadas, los embriones de
barrios y partidas con identidad propia.
Un paisaje marcado por la tierra y la historia
Si pudiéramos retroceder en el tiempo y caminar por estos parajes en la segunda mitad del siglo XIX, veríamos un mosaico de huertas, viñedos, palmerales y secanos, salpicados de casas señoriales y humildes barracas. Cada finca tenía su historia, su gente y su manera particular de trabajar la tierra.
Las acequias heredadas de los musulmanes seguían
siendo vitales para el regadío, mientras que las grandes casas solariegas se
erigían como símbolos de estatus. A su alrededor, la vida transcurría con un
ritmo marcado por las estaciones, las labores del campo y las festividades
religiosas que servían de respiro en medio de tanto esfuerzo.
En este contexto, Torrellano empezaba a
consolidarse como un punto de referencia, gracias a su ubicación estratégica y
al movimiento generado por la agricultura, los arrendamientos y, pronto, la
llegada del ferrocarril.
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Finca Cañada Alta Ultima reforma Torrellano Bajo |
A finales del siglo
XIX, el campo ilicitano seguía siendo eminentemente agrícola, pero algo estaba
a punto de alterar el ritmo tradicional: el ferrocarril. La línea que unía
Alicante con Murcia y Cartagena empezó a construirse a mediados del siglo, y su
paso por las inmediaciones de Torrellano fue decisivo para el futuro de la
pedanía.
Hasta entonces, los productos agrícolas –uvas,
hortalizas, cereales y melones– tenían que transportarse en carros durante
largas jornadas para llegar a los mercados de Alicante o Elche. Con la estación
ferroviaria cercana, el transporte se abarató y se hizo mucho más rápido,
permitiendo que las cosechas llegaran en mejores condiciones y en menos tiempo.
Además, el tren no solo llevaba productos, sino
también ideas, personas y oportunidades. Llegaban jornaleros de otras regiones
en busca de trabajo, comerciantes interesados en las tierras fértiles y, con
ellos, nuevas costumbres y formas de vida.
El entorno de la estación pronto se convirtió en un
lugar de movimiento: almacenes para las cosechas, pequeñas fondas para los
viajeros, e incluso los primeros negocios que, poco a poco, fueron
diversificando la economía local más allá de la agricultura.
Agricultura en transformación: de la subsistencia al comercio
El ferrocarril también incentivó la modernización de las prácticas agrícolas. Muchos propietarios empezaron a invertir en sistemas de riego más eficientes, en nuevos cultivos con mayor demanda en los mercados urbanos, e incluso en maquinaria básica para reducir el esfuerzo manual.
Aunque la palmera y el dátil seguían siendo símbolos del paisaje, comenzaron a ganar terreno cultivos como la vid, las alcachofas, las habas o el trigo, que se vendían bien en Alicante y Murcia. El campo se volvió un poco más productivo, y eso significó más trabajo estacional para los jornaleros, atrayendo a nuevas familias que buscaban un futuro mejor.
Los caseríos cercanos a las fincas grandes empezaron a crecer en número de habitantes, y pronto Torrellano dejó de ser un simple punto en el mapa para convertirse en un pequeño núcleo rural con identidad propia.
Las primeras familias torrellaneras
Muchas de las familias que se asentaron en esta época provenían de lugares cercanos como Crevillente, Aspe, Monforte, y del interior de Murcia. Se establecían inicialmente como jornaleros o arrendatarios, y con el tiempo algunos lograban ahorrar lo suficiente para comprar una pequeña parcela y construir una casa.
Los apellidos de estos primeros pobladores comenzaron a repetirse y a tejer la red social de la comunidad. En las fiestas patronales, en las faenas colectivas como la cosecha o la reparación de acequias, y en los domingos de misa y reunión, se forjaba ese sentimiento de pertenencia que poco a poco daría carácter a Torrellano.
Aún sin calles definidas ni grandes infraestructuras, la vida cotidiana giraba en torno al trabajo agrícola, pero ya se vislumbraban los primeros signos de cambio: el tren, el contacto con otras localidades, la posibilidad de acceder a productos y noticias que antes tardaban semanas en llegar.
"Roal" de Lo Pierna Torrellano Bajo |
Un lugar entre la tradición y la modernidad
Así, hacia finales del siglo XIX, Torrellano vivía entre dos mundos. Por un lado, mantenía la esencia de una comunidad rural: casas sencillas, economía basada en el cultivo y una vida social profundamente ligada a la religión y las costumbres ancestrales. Por otro lado, empezaba a abrirse al exterior, gracias al ferrocarril y a la mayor movilidad de personas y mercancías.
Este equilibrio entre lo viejo y lo nuevo sería determinante en las décadas siguientes. La pedanía seguiría creciendo, con más familias, más comercios y más infraestructuras, hasta convertirse en un punto estratégico del campo de Elche.
El umbral del siglo XX
Con el cambio de siglo, llegarían otros avances: las primeras escuelas, la electrificación incipiente, la mejora de caminos y carreteras, y también las primeras tensiones sociales derivadas de la industrialización de Elche y las nuevas corrientes políticas que empezaban a agitar toda España.
La barrilla y el jabón
La barrilla, el jabón y el tiempo dorado de la
tierra
Antes de que Torrellano fuera conocido por sus caminos polvorientos y sus
melones -muy dulces- al producirse en tierras salitrosas, hubo un tiempo en que
la tierra era fuente de riqueza inesperada. Aquellas fincas, propiedad de los
Vaíllo, no solo daban trigo y cebada para alimentar personas y a los animales,
sino que escondían un verdadero tesoro vegetal: la barrilla.
La planta humilde que movía fortunas
La barrilla, que en el pueblo se conocía también como
boja, salaos, salaillas o incluso volantines, era una planta rústica,
acostumbrada a crecer en suelos salinos. Nadie la miraba con admiración; era
modesta, sin flores llamativas, pero contenía en sus tallos y hojas las sales
que los artesanos necesitaban para fabricar jabón, vidrio y cristal.
El proceso era tan simple como ingenioso
Se cultivaba la planta de barrilla en grandes extensiones, esta planta fue la que
dio vida al vidrio y al jabón e hizo ricos a muchos y a otros simplemente les
dio la oportunidad de ganarse el pan honradamente.
Cuando paseamos por la playa o por las salinas, pocas
veces reparamos en esas plantas bajas y carnosas que crecen casi pegadas a la
arena. Hoy parecen simples matojos, pero hace siglos fueron tan valiosas que
llegaron a mover toda una economía. La barrilla, como se la conocía
popularmente, era la clave para fabricar dos productos esenciales: el vidrio y
el jabón.
Ya en 1805, un viajero enviado por el rey Carlos IV, Simón Rojas Clemente, mencionaba cómo se cultivaba con esmero en estas tierras costeras para obtener de ella sosa cáustica, imprescindible para lograr un vidrio de calidad.
Una planta que vive en la sal
La barrilla crece en lugares que otros vegetales no soportarían: saladares,
marismas y
suelos llenos de sales de sodio y magnesio. Para sobrevivir allí,
desarrolló un pequeño truco natural: glándulas que expulsan el exceso de sal,
como si sudara cristales diminutos.
Cuando en pleno verano, entre julio y agosto, la planta florecía y se cargaba
de semillas, era el momento de arrancarla de raíz. Se amontonaba en grandes
montículos, llamados garberones, de donde se dejaba secar al sol durante un par
de semanas.
Del campo al fuego
Una vez seca, la barrilla pasaba a manos de los
maestros barrilleros, hombres expertos en un oficio tan duro como delicado.
Ellos la quemaban en hornos improvisados, simples hoyos en la tierra donde el
fuego debía mantenerse vivo durante casi dos días seguidos.
Si la planta estaba húmeda, el resultado era desastroso. Si el fuego no tenía
la fuerza adecuada, en vez de sosa quedaba un montón de carbón inútil. Por eso,
los quemadores trabajaban sin descanso, turnándose cada pocas horas para vigilar
que todo marchara bien.
Tras la quema quedaba una masa grisácea, casi metálica, llamada piedra de
barrilla, que podía llegar a pesar más de dos toneladas. De ahí se extraía la
sosa que servía para fabricar cristal, vidrio común o jabón.
Un trabajo costoso pero valioso
Para obtener 460 kilos de piedra de barrilla, era
necesario quemar casi dos toneladas de planta seca. No era fácil ni rápido,
pero durante siglos fue un negocio rentable. El vidrio que salía de estas
tierras se exportaba por toda Europa, y el jabón hecho con sosa de barrilla
llegó a ser famoso.
Con el tiempo, la industria química sustituyó este
método artesanal, y las plantaciones de barrilla fueron abandonadas. Pero la
planta siguió ahí, creciendo de forma silvestre junto a las playas y saladares.
Un recuerdo que aún vive en el paisaje
Hoy, cuando caminamos por la orilla y vemos esas
pequeñas plantas saladas, podemos imaginar a aquellos hombres trabajando día y
noche junto al fuego, y a las mujeres recogiendo montones de barrilla bajo el
sol de julio. Fue una planta humilde, pero durante siglos sostuvo parte de la
economía local.
Así que, la próxima vez que veas una barrilla en la
playa, míralo con otros ojos: es un pedazo vivo de historia.
Y ahí estaba la magia: esa ceniza alcalina se convertía
en sosa natural, materia prima para una industria que llegaba hasta el
extranjero.
Las mejores cenizas se destinaban al cristal fino, ese
que relucía en los salones de las casas nobles.
Las de calidad media servían para fabricar vidrio
común.
Las de menor calidad eran perfectas para los jabones
domésticos.
De aquellos jabones, el más famoso sería, años más
tarde, el Jabón Lagarto, que aún los más mayores recuerdan con su
característico color amarillo y el dibujo de un lagarto grabado en la pastilla.
Se vendía a granel, cortado a cuchillo, y tenía un olor penetrante, mezcla de
limpieza y campo.
El auge: cuando la barrilla llenaba los bolsillos
Durante casi todo el siglo XVIII, esta planta
convirtió las tierras de Torrellano en una mina verde. Había demanda dentro y
fuera de España: desde Alicante y Cartagena se exportaban toneladas de ceniza
hacia Francia, Inglaterra e Italia.
Hasta hubo alguien que mezclando las cenizas que caian de las carretas que trasportaban las piedras de sosa al puerto de Alicante o recogiendolas de los sobrantes junto a los quemaderos, la envasó en sacos de un kilo y la vendia para la limpieza del menaje de hogar con el reclamo de "Alacant la millor terreta del mon" "Alicante la mejor tierra del mundo" frase que se hizo tan popular que ha llegado hasta nuestros días.
Los Vaíllo, como grandes propietarios, arrendaban las
fincas a colonos y jornaleros. Los arrendatarios cultivaban y, a cambio,
entregaban una parte de la producción. La riqueza se notaba en pequeños
detalles:
Se arreglaban ò se ampliaban las casas de los “roàles”.
Había jornales para todos, hasta para las mujeres y
los niños que ayudaban a recolectar la planta.
En las fiestas de San Pedro se podían permitir un poco
más de vino, dulces y música.
Por un tiempo, Sempere y Torrellano Bajo tuvieron vida, bullicio y trabajo.
La caída: de la gloria al abandono
Pero la bonanza no duró para siempre. En 1789, algunos
compradores extranjeros denunciaron adulteraciones en la calidad de la barrilla
que llegaba desde estas tierras. Aquello encendió las alarmas.
Y luego, en 1830, llegó el verdadero golpe: la industria química inventó un método para fabricar sosa de manera artificial, más barata y más
constante. De pronto, la barrilla ya no era necesaria. Los precios cayeron, y lo que había sido un negocio rentable quedó reducido a un cultivo residual para autoconsumo.
En apenas veinte años, las tierras quedaron
abandonadas, y con ellas también se fueron los jornaleros, los arrieros y los
comerciantes.
Los mismos caminos que antes veían pasar carros
cargados de piedras de sosa que desprendían del roce como ceniza, ahora
se llenaban de silencio. La ermita de Sempere perdió fieles, porque ya no había
tanta gente viviendo cerca. Sin misas regulares ni vecinos que la cuidaran, el
pequeño templo empezó a deteriorarse. Y como suele pasar con las cosas que
dejan de usarse, poco a poco fue desmoronándose.
El olivo, otro pilar de la economía
La otra gran riqueza de la zona fue el olivo. Desde el
siglo XVIII, Elche se convirtió en gran productora de aceite, que también se
exportaba a través del puerto de Alicante. Entre aceite y jabón, se llegaron a
exportar más de 10.000 arrobas anuales.
En Elche había más de veinte fábricas de jabón y casi treinta almazaras que
daban trabajo a decenas de familias. Durante un tiempo, entre el aceite y la
barrilla, parecía que la economía no tendría fin.
Pero cuando la barrilla cayó, el aceite no fue suficiente para sostener a toda la población. Las generaciones más jóvenes empezaron a buscar nuevos caminos, y Torrellano Bajo comenzó su lenta decadencia, mientras Torrellano Alto empezaba a ganar protagonismo, gracias a su cercanía a nuevos caminos y, más tarde, al ferrocarril.
Lo que dejó aquel tiempo
Aunque la barrilla desapareció como cultivo
importante, dejó huellas en la memoria del lugar:
Palabras y expresiones de aquel oficio quedaron en el habla popular.
Los mayores contaban cómo, de niños, ayudaban a
recogerla con las manos desnudas, a veces pinchándose, con sus tallos duros.
Y sobre todo, dejó la lección de lo efímero: cómo algo
tan pequeño como una planta salvaje pudo enriquecer un pueblo y, del mismo
modo, cómo un avance técnico en la lejana Europa podía hundirlo todo.
Así terminó el tiempo dorado de la barrilla y el jabón. Fue el principio del fin para Sempere y para la ermita que lo sostenía. La gente tuvo que reinventarse, y eso cambió para siempre la historia de TORRELLANO.
De Sempere a Torrellano Alto – el camino del cambio
Cuando la barrilla y el aceite dejaron de llenar las
alforjas de los vecinos de Sempere, la vida en Torrellano Bajo comenzó a
apagarse. No fue algo inmediato, sino un traslado lento, casi silencioso, como
esas mareas que se retiran sin que uno se dé cuenta.
En las casas del “roal” de Lo Pierna y otros cercanos a la vieja ermita,
todavía quedaban familias que intentaban resistir cultivando pequeñas huertas
para consumo propio. Pero ya no había jornales suficientes ni tierra rentable
para todos.
Fue entonces cuando el camino hacia Torrellano Alto empezó a abrirse, impulsado
por nuevas circunstancias: la comunicación, el comercio y la llegada del
ferrocarril.
El nuevo eje de
caminos
Hasta mediados del
siglo XIX, la vida de estas partidas dependía de los caminos polvorientos que
unían Elche con el Altet, los Balsares y Santa Pola. Pero en el tránsito hacia
el siglo XX, las rutas empezaron a reorganizarse, acercándose más a lo que hoy
conocemos.
Torrellano Alto estaba mejor situado respecto a Elche y Alicante quedando en un
punto intermedio más accesible.
Los caminos hacia el
Altet y Arenales convergían allí, convirtiéndolo en lugar de paso obligado para
los que iban y venían de la costa.
Y sobre todo, estaba
más cerca de las tierras que empezaban a dedicarse a cultivos de regadío, como
las hortalizas tempranas, que sustituirían al olivo y a la cebada como nueva
fuente de ingresos.
Así, poco a poco, los jornaleros y aparceros fueron mudándose más cerca de esa nueva arteria de vida, dejando atrás las casas envejecidas de Sempere.
La llegada del ferrocarril: el gran impulso
Pero el verdadero cambio llegó con un sonido nuevo: el silbido del tren.
Cuando se proyectó la línea ferroviaria Alicante-Murcia, Torrellano Alto quedó
marcado en el mapa, mientras que Torrellano Bajo quedaba apartado. La estación,
construida a finales del XIX, se convirtió en el nuevo corazón económico:
Por allí entraban
materiales y salían productos agrícolas.
Los jornaleros podían
desplazarse con mayor facilidad.
Y, de paso, empezaron a aparecer nuevas tiendas, tabernas y almacenes, creando un pequeño pero vibrante núcleo urbano.
El tren no solo traía mercancías, también traía gente y oportunidades. Muchos habitantes de los “roàles” vieron que, si querían asegurar el futuro de sus hijos, debían instalarse más cerca de la estación y del nuevo núcleo.
Los nuevos vecinos y el nacimiento de un pueblo
Con el cambio llegaron también nuevos apellidos y oficios. Ya no se trataba
solo de campesinos que recogían barrilla o aceituna; ahora había:
Comerciantes que
abrían pequeños almacenes.
Taberneros que daban
de comer a los viajeros.
Albañiles que construían las primeras casas alineadas junto a la carretera
El Torrellano Alto que
empezó a formarse en ese tiempo era todavía humilde, pero respiraba un aire distinto.
Tenía futuro, mientras que Torrellano Bajo se quedaba anclado en el recuerdo.
La ermita de la Inmaculada Concepción, que años después se convertiría en parroquia, reforzó esa identidad nueva. Ya no era solo un lugar de paso; empezaba a ser un lugar con vida propia.
El declive de Sempere
Mientras tanto, en la vieja loma de la ermita de San Pedro, el tiempo hacía su
trabajo. Los caminos ya no llevaban allí a tanta gente. Los campos sin cultivo
se llenaron de maleza, y las casas del “roal” se quedaron cada vez más vacías.
Algunos ancianos se negaron a marcharse y siguieron viviendo entre paredes
desconchadas, aferrados a sus recuerdos. Pero los jóvenes ya no veían futuro
allí.
Con menos fieles y sin atención constante, la ermita quedó abandonada. En 1936,
durante los días convulsos de la Guerra Civil, fue quemada, y nunca más se
reconstruyó en ese lugar. Solo quedó un montón de piedras, un testigo mudo del
pasado.
Torrellano Alto toma el relevo
Cuando terminó la Guerra Civil, Torrellano Alto ya era claramente el centro de
la pedanía. La nueva ermita, las escuelas, la tienda de Paco y Fina y, sobre
todo, la cercanía a la estación, le dieron la fuerza para crecer.
La gente decía:
“En Sempere ya no queda ná, todo está
ahora arriba, en Torrellano Alto, que es donde hay movimiento.”
Y así, lo que comenzó como un pequeño núcleo agrícola junto a una torre de vigilancia medieval acabó transformándose, adaptándose a cada cambio de época.
Memoria y legado
Sin embargo, Torrellano Bajo nunca desapareció del todo. Sus ruinas, sus “roàles”
medio en pie y las historias de sus gentes, siguieron vivas en la memoria
colectiva. Los mayores seguían contando a sus nietos:
Cómo se recogía la
barrilla.
Cómo se celebraban las
fiestas de San Pedro con misa y música.
Cómo eran los tiempos
en que la vida giraba en torno a la vieja ermita.
Porque aunque la
prosperidad cambió de lugar, la raíz de Torrellano siempre estuvo en aquellas
tierras bajas, en Sempere, donde comenzó todo, y tuvo que pasar un tiempo, para
resurgir de aquéllas "cenizas" de barrilla y aquellas lomas y campos
de cultivo se tornaron en residencia de verano.
http://www.facebook.com/pages/Alcones-Publicidad-Dise%C3%B1o-Y-Maquetaci%C3%B3n/279889558741051Ver mapa más grande
1 comentario:
Hola, soy Teresa, de la finca Lo i Quiles de Torrellano Bajo.Soy lingüista y profesora. He vivido en Lo i Quiles durante los veranos de mi infancia y luego unos 10 años, hasta 2000 más o menos.
Según me explicó Ginés el peluquero, ya retirado pero viviendo aún en Torrellano pueblo, el nombre de Torrellano puede venir de la "degradación" de la expresión de la gente la Torre dels LLanos: Vaíllo (hoy Vaello) de Llano/s fue el apellido de los condes. También me dijo que originariamente el pueblo no existía y "Torrellano lo formaban 3 fincas muy grandes, una de ellas Lo i Quiles, otra la Cañá y la tercera no recuerdo...Ese señor conoce muchísimas cosas antiguas de la zona y de la gente, memoria viva....Valdría la pena hablar con él. Saludos
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